Sonrisas
María Belén iba por la vida cargando siempre su mochila, que iba repleta de sonrisas.
Pero ella no se guardaba las sonrisas sino que iba repartiéndolas a todos los que se le cruzaban.
Cada vez que hacía la cola del banco, le regalaba una sonrisa al cajero, pasaba por el hospital de la ciudad y regalaba sonrisas a los pacientes y a las enfermeras. Regalaba sonrisas a sus compañeros de clase y luego a sus colegas de trabajo.
Las sonrisas no pesaban en su mochila, por el contrario, parecían hacerla más liviana cada vez.
Así, María Belén podía llevar a cabo cómodamente todas sus tareas cargando la mochila para que, en el momento en que fuera necesario, pudiera obsequiar una sonrisa.
Sucedió que un buen día, iba ella por la calle y se encontró a una de sus amigas que parecía muy triste. Luego de saludarse, su amiga le contó que su madre estaba muy enferma y no sabían si se podría recuperar. Dio la casualidad de que María Belén llevaba mucha prisa y no tenía tiempo de quedarse a consolar a su amiga.
Sin preocuparse, pensó en que simplemente podía regalarle una sonrisa. Metió la mano en ella y lo único que tocó fue el fondo de la mochila. María Belén desesperó y no supo que hacer; no hubieron sonrisas hasta el final de la conversación.
Volvió desconsolada a su casa sin saber qué hacer.
La madre de su amiga falleció unos días más tarde. Tampoco hubo ninguna sonrisa esa vez ni en los días posteriores.
El mundo se había vuelto gris con la mochila vacía.
Así pasaron algunas semanas hasta que, una nueva tarde gris, un mendigo la detuvo en la vereda de un parque (también gris) y le ofreció intercambiar sus mochilas.
- La mía está sucia y vieja pero al menos hay algo dentro de ella, en cambio la tuya, que luce muy bien, se encuentra vacía.- Le dijo el mendigo.
La chica lo miró desconfiada, rechazó la oferta e iba a continuar su camino cuando el viejo replicó:
- María Belén, en mi mochila encontrarás todas las sonrisas que necesitas.
Sin tener la menor idea de cómo aquel harapiento geronte conocía su nombre y su problema, aceptó el cambio. Aquello debía tener alguna razón.
Se fue con la mirada fija en el suelo, sin decirle adiós al viejo y con su nueva (o vieja) mochila a cuestas.
La mochila se sentía pesada, mucho más que la otra y parecía hacerse más pesada a cada paso.
María Belén llegó a su casa, dejó la mochila en un sillón y se quedó viéndola, sintiendo miedo de abrirla.
Finalmente juntó coraje, abrió el cierre y sacó el paquete que había en la harapienta mochila que le había dado el viejo.
Lo abrió y en ella tan sólo había un espejo.
No pudo hacer más que sonreir... y salir a regalar su sonrisa al mundo de colores.
0 comentarios