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El Túnel de Foqui

Relatos

El sol

Fotos de Paisajes



Me desperté. Estaba tirando sobre la hierba húmeda por el rocío. No tenía idea de dónde estaba, de cómo había llegado allí ni de cuánto tiempo llevaba en ese lugar.
El cielo estaba oscuro así que no sabía hacia dónde ir. Esperé sentado y un largo rato después, comenzó a salir el sol.
Tanto me atrajo ese perfecto amanecer, cuya luz me permitía, por primera vez, ver dónde estaba, que me puse a caminar hacia él. Era algo tan bello que era imposible no ir a buscarlo.
Caminé por un buen rato mientras el sol iba subiendo. Pero a medida que lo hacía, su luz se iba haciendo cada vez más intensa. El sol dejaba de dejarme ver y comenzaba a encandilarme.
Llegó el punto en el que sólo podía seguir caminando tapándome los ojos... hasta que tropecé y me caí.
Entonces me di cuenta de que el sol siempre iluminó mi camino. Que era yo el que caminaba en la dirección equivocada. Me di vuelta y vi que podía ir en cualquier otra dirección con los ojos bien abiertos y la frente bien alta.
Gracias al sol.
Queda en mi mente sólo una inquietud: Al cambiar de rumbo, dejé de ir hacia el sol. Pero ese fue mi anhelo desde el momento en el que me incorporé. ¿Qué será de mí ahora que no voy hacía él?

Historia



Él venía caminando por la calle, como todos los días al volver de su trabajo, casi de noche.
Muchas veces tenía la mala costumbre de ir mirando el suelo, pero otras veces le gustaba observar todo a su alrededor, sobre todo la gente.
Sin embargo, no era una persona dada a conversar con toda esa gente. Nunca hablaba con gente desconocida. Le bastaba con observarlos de vez en cuando. Y también dejarse observar... claro, de vez en cuando...
No podía decir que tenía relación con los vecinos de su barrio pero tampoco le eran extraños.

Pasó por la heladería. Se permitió observar a la señora que atendía. En ese preciso instante, ella lo observó.
-Buenas noches, joven.
-¿Cómo le va, señora?
-Bien, con salud afortunadamente.
-¿Cómo anda el negocio?
-Y... aquí, más o menos... espero que ahora venga el calor y repunte un poco. ¿Y usted?
-Bien, trabajando duro... un poco fatigado nomás...
-Bueno, no lo entretengo, vaya nomás.
-Adiós doña Carmen.
-Adiós Germán.


Se conocían de toda la vida.

Mensaje

Ignorancia



Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto.

Golpean a la puerta.

Thomas Bailey Aldrich


Este "minirelato" me fascinó la primera vez que lo leí. Y cuando me puse a leer sobre su autor me encontré una frase suya con la que me indetifiqué un poco ya que en estas últimas semanas casi no escribí y la verdad no tengo una razón precisa para eso. Este señor le escribió a un amigo "Inkstand dried up, pen split, ideas gone."
Así de sencillo.

El depósito



Parado frente a la puerta, Marcos se puso el guardapolvo blanco, que le quedaba largísimo, y el casco, también blanco. Atraído por una fuerza inexplicable, casi sin la voluntad de sus acciones, cruzó aquella pesada puerta blindada para entrar a aquel lugar que parecía una especie de depósito.
Dio un paso más hasta que el ruido con el que se cerró la puerta lo dejó helado en su lugar.
Estaba en un enorme galpón, con el techo a unos diez o quince metros de altura y grandes estructuras metálicas en forma de estanterías gigantes que almacenaban cajas de cartón. Estas cajas eran más o menos del tamaño de un auto pequeño y no tenían ningún tipo de etiqueta que pudiera sugerir algo sobre su contenido.
Marcos caminó siguiendo un par de líneas amarillas paralelas que lo guiaban sobre el piso gris, a lo largo de los pasillos que quedaban formados por las estanterías.
Llegó a una especie de patio interior, en el que había cajas más pequeñas que antes. El techo de chapa tenía en ese lugar una parte transparente que dejaba entrar algo de luz del día, un día gris por lo que podía notarse.
Se sintió cansado y quiso volver sobre sus pasos para salir de allí, pero recordó aquella puerta blindada y dio por seguro que sería imposible volver a abrirla. Se disponía a seguir adelante pero descubrió que la única salida que quedaba de ese patio interior estaba bloqueada por un inmenso charco de barro.
Sin explicarse cómo todos los demás caminos que conducían a ese patio habían desaparecido detrás de las cajas, se dispuso a cruzar aquel charco pero se dio cuenta de que no llegaría jamás a saltarlo y de que llevaba puestas sus nuevas zapatillas. Al mismo tiempo, vio entre tantas cajas, un par de botas de goma que seguramente serían mejores para cruzar el obstáculo que se interponía en su camino.
Lamentó en el fondo del alma abandonar su nuevo calzado por unas barrosas botas pero se las puso sin lagrimear y siguió andando.
Luego de un tiempo más, se encontró con un lugar lleno de cajas vacías y desarmadas. Era cartón corrugado común y corriente.
El sueño lo invadió y apenas tuvo la energía suficiente como para improvisar una cama de cartón y acostarse allí.
Vaya uno a saber cuánto tiempo después, un pequeño golpecito en el rostro lo hizo despertar. Un leve repiqueteo y la sensación de tener el rostro húmedo le hicieron darse cuenta de que aquel techo de chapa no era perfecto, al menos tenía una gotera, que dejaba pasar la lluvia. Taparse con el casco no lo ayudó pues el golpeteo en el plástico era aún más insoportable y mover su cama de lugar implicaría desvelarse así que decidió levantarse y seguir andando.
El lugar estaba bastante más oscuro pero al parecer la luna lo ayudaba a poder ver lo indispensable.
Mientras el ruido de la lluvia sobre el techo se iba haciendo más intenso, Marcos continuó caminando casi a tientas, hasta que, al agarrarse de una de las estanterías metálicas, se pinchó con un clavo o con alguna parte que sobresalía del metal.
Luego de varios insultos lanzados al aire, pudo ver en el suelo un par de guantes de jardinero que se puso sin pensarlo dos veces. Lo que también notó al mirar debajo de él, fue que no estaban allí las líneas amarillas que venía siguiendo. Ahora sí que no tenía la menor idea de cómo salir de allí.
En ese momento lo invadió la desesperación, gritó con todas sus fuerzas y le dio un fuerte puñetazo a una de las cajas. El golpe hizo temblar toda la estantería entera. Una de las cajas que estaban más arriba se precipitó hacia el suelo y cayó al lado de Marcos.
Se sintió un fuerte estallido y Marcos se vio en medio de una nube de polvo. Otra caja cayó cerca de donde él estaba y por primera vez sintió miedo. El hambre y la sed hacían la situación todavía más estresante. Para colmo ahora apenas podía abrir los ojos del polvo que había en el aire.
Siguió avanzando a tientas hacia cualquier lado y pateó una caja más pequeña que parecía tener algún objeto dentro. La abrió como pudo y sacó de ella un par de gafas protectoras y un barbijo.
Se los puso y se sintió algo más tranquilo, lo suficiente para poder seguir con su camino, aunque, pensándolo bien, ya no tenía camino.
El polvo fue cediendo mientras se alejaba del lugar del incidente. Se le ocurrió mirarse y le costó contener la risa, parecía disfrazado de una mezcla entre minero y farmacéutico.
Esa pequeña distracción pareció devolverle algunas fuerzas. Se sintió resuelto a terminar con esa situación.
Fue hasta el final del pasillo en el que estaba. Ese pasillo se bifurcaba en dos caminos que estaban completamente oscuros, como si la luz sencillamente no pudiera pasar por allí.
Respiró hondo y corrió hacia la derecha a toda velocidad. Luego de algunos pasos, tropezó con algo y cayó duramente al suelo.
Si no sabía cuánto tiempo había pasado en aquel depósito, menos aún tenía idea de cuánto había pasado inconsciente. Se levantó y una fuerte luz lo cegó. En realidad no era tan fuerte, pero sus ojos se habían habituado a la oscuridad.
Cuando por fin pudo ver, se tocó la cabeza. No tenía sangre, ni siquiera un chichón. No tenía hambre ni sed. No estaba disfrazado, vestía un jean, un sweater rojo y sus zapatillas. Ya no estaba en el galpón, estaba en una especie de parque, con un pasto del color verde más vivo que había visto jamás.
Enfrente suyo, cruzando el parque, había una chica que parecía mirarse extrañamente, como si estuviera en la misma situación que él. Ella también lo vio, sus miradas se encontraron y comenzaron a acercarse el uno al otro temerosamente.
Cuando estuvieron más cerca, se detuvieron. Tardaron unos segundos en comprender la situación. Luego, no pudieron hacer más que sonreírse el uno al otro, se tomaron de la mano y comenzaron a caminar. Juntos. En la misma dirección.

Sombrero

Sombrero



Francisco salió del trabajo una tarde, agobiado por los duros quehaceres que llevó adelante en ese día.
No sólo había tenido que lidiar con una cantidad de tareas que a cualquiera le serían excesivas sino también con la incompetencia de quienes lo rodeaban:
Empleados que llegaban tarde a trabajar, un chofer que se quedó dormido cuando debía pasar a buscarlo, gente que no atendía su teléfono, un ascensor que funcionaba pésimo y un candado en una puerta que debía estar abierta.
Con toda esa carga encima, salió a la calle.
Le gustaba mirar el cielo pero esta vez estaba gris, así que comenzó a mirar al resto de la gente. Luego de ver pasar a unos pocos, lo indignó el hecho de que ninguno de ellos llevaba sombrero.
Esto no hizo más que agrandar su ira hacia los demás, ¿cómo podía ser que, además de ser unos incompetentes, ninguno tuviera la decencia de llevar sombrero? ¿Qué clase de valores tenían?
Continuó bufando por algunas cuadras más, mientras veía más gente sin sombrero. Sus nudillos ya estaban blancos y su cara totalmente roja.
Entonces, las nubes de aquel cielo gris decidieron condensarse y comenzó a caer una fina lluvia que mojaba a todos los que no llevaban sombrero.
Cuando las primeras gotas comenzaron a caer sobre su calva cabeza, Francisco se dio cuenta de que había olvidado su sombrero en la oficina.

La Creación

El Despertar



En el principio, cuando el Hombre creó los cielos y la tierra, todo era confusión y no había nada en la tierra. Las tinieblas cubrían los abismos mientras su espíritu aleteaba sobre la superficie de las aguas.
Dijo el Hombre: “Haya luz” y hubo luz. Vio que la luz era buena y la separó de las tinieblas. Llamó a la luz “día” y a las tinieblas “noche”. Atardeció y amaneció. Fue el día Primero.
Dijo el Hombre: “Haya una bóveda en medio de las aguas, para que separe unas de las otras”. Hizo entonces el Hombre una bóveda y separó unas aguas de las otras: las que estaban por encima del firmamento de las que estaban por debajo. El Hombre llamó a esta bóveda “Cielo”. Y atardeció y amaneció. Fue el día Segundo.
Dijo el Hombre: “Júntense las aguas de debajo de los cielos en un solo depósito y aparezca el suelo seco.” Y así fue. El Hombre llamó al suelo seco “Tierra” y al depósito de las aguas “Mares”. Y vio el Hombre que esto era bueno.
Dijo el Hombre: “Produzca la tierra hortalizas, plantas que den semilla y árboles frutales que por toda la tierra den fruto con su semilla dentro, cada uno según su especie. Y así fue. El Hombre vio que esto era bueno. Atardeció y amaneció. Fue el día Tercero.
Dijo el Hombre: “Haya lámparas en el cielo que separen el día de la noche, que sirvan para señalar las fiestas, los días y los años y que brillen en el firmamento para iluminar la tierra. Hizo el Hombre, pues, dos grandes lámparas: una más grande para presidir el día y la más chica para presidir la noche e hizo también las estrellas. Vio el Hombre que esto era bueno. Y atardeció y amaneció. Fue el día Cuarto.
Dijo el Hombre: “Llénense las aguas de seres vivientes y revoloteen aves sobre la tierra y bajo el firmamento”. El Hombre creó entonces los grandes monstruos marinos y todos los seres que viven en el agua y todas las aves. Y atardeció y amaneció. Fue el día Quinto.
Dijo el Hombre: “Produzca la tierra animales vivientes de diferentes especies, animales del campo, reptiles y animales salvajes”. Y así fue. El Hombre hizo las distintas clases de animales y vio que todo esto era bueno.
Dijo el Hombre: “Hagamos un Dios, a nuestra imagen y semejanza. Que tenga autoridad sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo, sobre los animales del campo, las fieras salvajes y los reptiles que se arrastran por el suelo”.
Y creó el Hombre a Dios a su imagen y semejanza.
El Hombre lo bendijo, diciéndole: “Yo seré fecundo y me multiplicaré. Llenaré la tierra y la someteré. Tú tendrás autoridad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra. Serás el responsable de juzgar el bien y el mal para los Hombres”.
El Hombre vio que todo cuanto había hecho era muy bueno. Y atardeció y amaneció. Fue el día Sexto.
Así estuvieron terminados el cielo, la tierra y todo lo que hay en ellos. El Séptimo día el Hombre tuvo terminado su trabajo y descansó en ese día de todo lo que había hecho. Bendijo el Hombre el Séptimo día y lo hizo santo.
Este es el origen del cielo y de la tierra cuando fueron creados.

Entonces, Dios, dotado de los poderes que le había conferido el Hombre, plantó un jardín en un lugar del Oriente, llamado Edén. Y se lo ofreció al Hombre para que allí viviera.
Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles agradables a la vista y buenos para comer.
Sólo una cosa le dijo al Hombre: “Puedes comer todo lo que quieras de los árboles del jardín. Pero no comas del árbol de la Ciencia del bien y del mal. El día que comas de él, ten la seguridad de que morirás.
Pero el Hombre no tardó mucho en desobedecer el consejo de Dios y comió del árbol.
Entonces, Dios enfureció contra su creador, le quitó el jardín que había creado para Él, obligándolo a volver a vivir en la tierra.
Le dijo: “Al comer de ese árbol, has elegido ser el juez del bien y el mal. Pero no te has dado cuenta de que no eres capaz de juzgar tal cosa. Por ello, todos los tormentos que sufran los Hombres por todos los tiempos serán tu responsabilidad. El Hombre será el lobo del Hombre. Sólo te haré un último favor: volveré a escribir esta historia, diré que yo he creado todo esto y que una malvada serpiente te ha engañado. Así al menos podrás dormir por las noches”.
Y así, miles de años más tarde, los hombres (ya no vale la pena escribirlo con mayúscula) seguimos pretendiendo ser jueces del bien y el mal cuando no somos capaces de ello. Y así creamos día a día el mundo en el que vivimos.

El juego

Robert Doisneau - Carrousel



Aquel día amaneció con una tormenta descomunal. Las calles del pueblo estaban al borde de la inundación. Pero como toda vez que llovió, paró.
Luego de esa tormenta, la plaza del pueblo apareció poblada por unos extraños seres. Eran pequeños, no tenían miembros y no se podía ver de qué manera se desplazaban. Emitían una extraña luz que iluminaba a algunos pero encandilaba a otros.
Algunos se quedaron dentro de unas extrañas carpas, como escondiéndose.
Otros salieron y comenzaron a buscar acercarse a las personas.
Golpeaban las puertas de sus casas y mientras algunos se molestaban y otros se asustaban, había quienes los atendían y lograban conocerlos.
Muchos salían a intentar atraparlos, pero esta era una tarea harto difícil... a pesar de que daba la sensación de que estos bichitos, conscientes de su ventaja, de vez en cuando se dejaban atrapar para darle un poco de vida al juego.
Este juego se fue haciendo cada vez más popular, aunque no faltaron aquellos que se mostraban totalmente encontra de realizar cualquier actividad con esos extraños seres.
Por otro lado, desde niños hasta ancianos se entretenían con ellos y muchas veces encontraban nuevas formas de darle sentido a sus vidas.
Pasó el tiempo y estos seres se hicieron parte de la comunidad, dándole un toque distinto a la vida de las personas.
Algunos los llamaron "casualidades", otros les decían "fortunas" y no faltaron los amargados que les decían "errores".
Pero ellos preferían ser llamados "OPORTUNIDADES".
¿No tienen ganas de salir a perseguir una?

El Hombrecillo

El Hombrecillo



Suena el despertador, el hombrecillo se levanta, siempre por el lado derecho de la cama. Va al baño, se lava los dientes, se ducha, se afeita. Desayuna café descafeinado con leche descremada y galletitas de agua.
Se pone su camisa blanca, su traje, sus zapatos. Sale hacia el trabajo. Siempre llega temprano, no es que sea puntual, es que odia saludar a todos.
Su escritorio está ordenado, lo único que siempre anda dando vueltas por ahí es esa pelota que tiene para estrujar cuando se pone nervioso.
No le importa mucho lo que hagan las demás personas, ni siquiera lo que hagan los demás hombrecillos como él.
El hombrecillo almuerza algo liviano, bebe agua mineral y de postre una manzana. Ni hablar de fumar un cigarrillo.
Por la tarde continúa su trabajo, sólo interrumpido por una nueva taza de café instantáneo descafeinado.
Los rayos que emana el monitor no parece afectar a los ojos del hombrecillo, su cornea es invencible.
Cuando comienza a caer la noche, apaga la computadora, vuelve a ponerse tu traje y sale del edificio con la mirada baja.
Vuelve a su casa caminando para no utilizar el subte en hora pico.
Llega a casa, se saca los zapatos y se pone las pantuflas. Se lava las manos y la cara.
Prende la TV pero no la mira. Para cenar, una pechuga de pollo y arroz.
Se va a la cama temprano.
El hombrecillo no sueña, sólo duerme.

Suena el despertador, el hombrecillo se levanta, nuevamente por el lado derecho de la cama.
Va al baño, se lava los dientes, se ducha, se afeita. Desayuna café descafeinado con leche descremada y galletitas de agua.
Se pone otra camisa blanca, el mismo traje, los mismos zapatos. Nuevamente llega temprano al trabajo y no necesita sonreír.
Su escritorio sigue ordenado, salvo por la taza que quedó allí desde la tarde anterior.
Como aceptando el desafío de la taza, decide almorzar allí mismo en el escritorio, una ensalada que contiene las sobras del pollo de anoche. La acompaña con jugo de naranja.
El trabajo sigue adelante Una breve charla con el jefe, todo marcha bien.
No más café por esta tarde, pero sí un yogurt descremado.
El día llega a su fin. El hombrecillo vuelve a su casa. Esta vez se toma un taxi.
Sube a su departamento, se saca los zapatos y se pone las pantuflas. Se lava las manos y la cara.
Prende la radio pero no la escucha.
No tiene ganas de cocinar, con un sándwich de jamón y queso basta.
Aquel libro sigue en su mesita de luz pero prefiere una película. Una dramática, pero el hombrecillo no llora.
Nuevamente a la cama, sólo para dormir, no para soñar.

Suena el despertador, el hombrecillo se levanta...



Nos cruzamos una fría mañana de invierno. Caminábamos por la misma vereda pero en direcciones contrarias.
Mi campera azul te rozó el brazo, tu bufanda azul me rozó el cuello. Nos miramos por un instante, a pesar de la neblina que nos cubría.
Me reconociste y yo lo sé.
Yo te reconocí también, pero eso no lo sabés.
Es más, estás seguro de que no pude reconocerte... pero te equivocás una vez más: no te diste cuenta de que supe quién eras.
Por eso yo seguí con la frente alta y vos te quedaste mirando el suelo.
Esa es mi victoria: saber lo que pasó.

No entendés por qué todos nuestros amigos caminan en la misma dirección que yo.
Para conocer el motivo sólo tenés que girar 180 grados y comenzar a caminar... con la frente bien alta, con la conciencia tranquila.

Sonrisas

Sonríe



María Belén iba por la vida cargando siempre su mochila, que iba repleta de sonrisas.
Pero ella no se guardaba las sonrisas sino que iba repartiéndolas a todos los que se le cruzaban.
Cada vez que hacía la cola del banco, le regalaba una sonrisa al cajero, pasaba por el hospital de la ciudad y regalaba sonrisas a los pacientes y a las enfermeras. Regalaba sonrisas a sus compañeros de clase y luego a sus colegas de trabajo.
Las sonrisas no pesaban en su mochila, por el contrario, parecían hacerla más liviana cada vez.
Así, María Belén podía llevar a cabo cómodamente todas sus tareas cargando la mochila para que, en el momento en que fuera necesario, pudiera obsequiar una sonrisa.
Sucedió que un buen día, iba ella por la calle y se encontró a una de sus amigas que parecía muy triste. Luego de saludarse, su amiga le contó que su madre estaba muy enferma y no sabían si se podría recuperar. Dio la casualidad de que María Belén llevaba mucha prisa y no tenía tiempo de quedarse a consolar a su amiga.
Sin preocuparse, pensó en que simplemente podía regalarle una sonrisa. Metió la mano en ella y lo único que tocó fue el fondo de la mochila. María Belén desesperó y no supo que hacer; no hubieron sonrisas hasta el final de la conversación.
Volvió desconsolada a su casa sin saber qué hacer.
La madre de su amiga falleció unos días más tarde. Tampoco hubo ninguna sonrisa esa vez ni en los días posteriores.
El mundo se había vuelto gris con la mochila vacía.
Así pasaron algunas semanas hasta que, una nueva tarde gris, un mendigo la detuvo en la vereda de un parque (también gris) y le ofreció intercambiar sus mochilas.
- La mía está sucia y vieja pero al menos hay algo dentro de ella, en cambio la tuya, que luce muy bien, se encuentra vacía.- Le dijo el mendigo.
La chica lo miró desconfiada, rechazó la oferta e iba a continuar su camino cuando el viejo replicó:
- María Belén, en mi mochila encontrarás todas las sonrisas que necesitas.
Sin tener la menor idea de cómo aquel harapiento geronte conocía su nombre y su problema, aceptó el cambio. Aquello debía tener alguna razón.
Se fue con la mirada fija en el suelo, sin decirle adiós al viejo y con su nueva (o vieja) mochila a cuestas.
La mochila se sentía pesada, mucho más que la otra y parecía hacerse más pesada a cada paso.
María Belén llegó a su casa, dejó la mochila en un sillón y se quedó viéndola, sintiendo miedo de abrirla.
Finalmente juntó coraje, abrió el cierre y sacó el paquete que había en la harapienta mochila que le había dado el viejo.
Lo abrió y en ella tan sólo había un espejo.
No pudo hacer más que sonreir... y salir a regalar su sonrisa al mundo de colores.

Mi casa del árbol

Mi casa del árbol



Desde mi casa del árbol veo a las demás personas que van y vienen.
Salen desde "A" y sólo piensan en llegar a "B". Sus rostros son serios, sus mentes van en blanco salvo por el dibujo de ese camino que deben seguir.
Se tropiezan y maldicen. Se chocan entre ellos y se insultan.
Se despeinan cuando sopla el viento, se mojan cuando llueve, transpiran cuando sale el sol, se asustan cuando cae la noche, tiemblan cuando llega el invierno.

Yo los veo desde mi casa del árbol. En ella no hace frío ni calor. No cae la lluvia ni pega el sol. No hay nadie con quien chocarse ni nada con qué tropezarse.

Cuando bajo de mi casa del árbol, voy entre ellos sonriendo, incluso a veces cantando. No salgo de "A" ni me dirijo hacia "B".
Por la cara que ponen cuando me ven, es evidente que no pueden ver por qué sonrío. Sus reacciones son diversas, pero estoy seguro de que no pueden ver mi casa del árbol.

Mi refugio está en ese árbol. También en el de atrás. Está en el árbol en el que yo desee que esté. Es invisible, por eso no logran apreciarla. Estúpidos humanos que sólo creen en lo que ven.

El Ojo Bicolor

El Ojo Bicolor Este es el Ojo Bicolor, el ojo que todo lo ve.

Los está mirando a ustedes en este preciso instante. Y puede verlos, a todos y cada uno.
No pueden ocultarse, el Ojo Bicolor puede desintegrar cualquier obstáculo como la soda cáustica destapa una cañería.
El Ojo Bicolor aprende de cada una de las cosas que observa, de eso se alimenta.

El Ojo Bicolor no parpadea, no necesita hacerlo. El Ojo bicolor no tiene conjuntivitis, ni glaucoma ni catarata. Es inmune a todo eso. Es invencible.
Todos los que han osado entrar por su pupila no han vuelto, nunca más se supo de ellos.

Pero el Ojo Bicolor también fue alguna vez un ojo débil que vivía bajo la sombra de una pestaña y la protección de un párpado. Y fue él mismo, aprendiendo de otros ojos fuertes que abusaban de él, quien logro su propia fortaleza.
Aprendió de su experiencia, supo que podía ver más allá de lo que estaba delante de él, supo que podía hacerse tan fuerte como los otros y aun más.
Dio el primer paso, lo intentó... y fue golpeado aun más duramente. Pero perseveró, fue haciéndose más fuerte luego de cada golpe y entonces aprendió a golpear primero.
Así forjó su poder.

Algunos cuentan que cuando su pupila se contrae, es imposible resistir tan fuerte atracción, incomparable a la de cualquier imán. Dicen que cuando su pupila se dilata, cualquier ciclón es un simple suspiro si se lo compara con la energía que se desprende de él.
Entre sus matices verdes y marrones, el Ojo Bicolor disfruta de sus logros a la vez que sigue aprendiendo de las debilidades ajenas para volverse cada vez más poderoso.

Ahora él es el Ojo Que Todo Lo Ve. Y son los demás ojos los que se ocultan detrás de párpados y pestañas.
El Ojo Bicolor puede verlos, pero no puede ser visto.

El regalo

El Regalo



Érase una vez en un pueblo del norte de Italia, en algún año del siglo XVII una humilde y bella mujer cuyo mayor don era el de crear y tejer las más hermosas prendas de vestir.

En el mismo pueblo vivía un apuesto y rico caballero que se jactaba de tener las mejores vestiduras, traidas no sólo de los Paìses Bajos y de toda Europa sino también de la India y de otros exóticos lugares.

Cuenta la historia que esta muchacha, bastante más sencilla que el caballero, terminó por enamorarse de él y del fruto de su don y de su amor, nació un bellísimo traje que tomó días y días de intenso trabajo.

Luego de algunos días más que, dicen, necesitó para vencer su timidez, se acercó al caballero a ofrecerle su regalo, envuelto en un perfecto paquete azul con un moño blanco. El caballero apenas lo vio y se lo devolvió a la muchacha diciéndole: -Yo poseo los mejores trajes de todo el mundo... ¿qué podría ofrecerme una simple pueblerina como tú?

Se marchó sin decir nada más, dejando a la muchacha con su regalo en las manos y su corazón roto en mil pedazos. Estaba tan destruida que ni siquiera podía llorar. No se sabe con certeza qué hizo con el regalo, lo que sí sabemos es que un par de días más tarde, el cabllero en cuestión entró a un salón donde se desarrollaba una reunión de la alta sociedad y vio a un hombre que por sus gestos evidentemente no pertenecía a su nivel social, pero al que todos estaban admirando.

Pero no lo admiraban a él sino al traje que llevaba puesto, que era sencillamente extraordinario. Él mismo tuvo que admitir que era mejor que cualquier traje que hubiera en su majestuoso guardarropa. Ciego de envidia, el cabllero intentó averiguar de dónde había sacado aquel pelafustán esa hermosa prenda.
Quedó absolutamente perplejo cuando un amigo le contó: -Parece ser que una muchacha del pueblo había tejido ese traje para un caballero que lo rechazó y de alguna forma terminó en manos de este pelafustán.

En ese momento, comprendió que había cometido el peor error de su vida al rechazar ese regalo. No podía creer lo que había hecho. Jamás se había arrepentido tanto de una de sus acciones.
Salió de aquel lugar y comenzó a maldecir a todas sus otras ropas por ser sencillamente horribles al lado de ese magnífico traje. Lloró con todo el dolor del mundo por haber rechazado, de aquella muchacha, el regalo más bello que le habían hecho jamás.

Cuentan los que vieron al caballero llorando por las calles que jamás habían visto un hombre más triste que aquel. Una señora decía que hasta los dioses se hubieran conmovido al verlo llorar. Y parece que algo así ocurrió... porque en un santiamén, aquel pícaro que se había quedado con el traje quedó desnudo frente a la multitud que lo admiraba. Simplemente aquel traje no le pertenecía.

El hombre triste llegó a su casa, entró sin dar las órdenes habituales a sus criados. Se internó, mientras seguía llorando, en sus aposentos. Continuó maldiciendo aquellas ropas traidas de los países más raros por ser tan feas comparadas a un sencillo traje hecho a metros de su hogar. Con toda su furia acumulada, abrió su maldito guardarropas y lo que vio lo dejó perplejo.

El ropero estaba vacío. No había ni una sola de todas sus prendas, de todos sus trajes, de todos sus pantalones, de todos sus abrigos. Solamente había una cosa. Un perfecto paquete azul con un moño blanco.

Bestias

Doubt - por Misha Gordin



Los miraba con desprecio. Los odiaba. Para él eran lo màs abominable que podìa existir en este mundo. Qué bestias tan horribles...

Esas garras largas y filosas cubiertas de sangre seca en lugar de manos.
Ese torso cubierto por un pelaje oscuro con una apareciencia tan desagradable.
Aquellas pezuñas llenas de polvo y barro en lugar de pies.
Unas alas, como las de un murciélago, que no podrían servir jamás para volar como un ave, que simplemente daban miedo y nada más.
Esos colmillos que siempre quedaban por fuera de los labios y que chorreaban una saliva espesa.
Los ojos, con un extraño resplandor rojo, que no tenían siquiera la vergüenza de ocultar toda su maldad.
Y en lugar de cabello, tan solo un par de cuernos, curvos y puntiagudos, aunque bastante cortos que sobresalían de una cabeza escamada.

Pero por alguna razón no podía quitar su vista de ellos. No podía alejarse de ellos. Tampoco lograba amainar esa sensación constante de asco, de repulsión.
Así que, simplemente, decidió matarlos. Uno por uno si era necesario. De alguna forma, todas esas bestias debían desaparecer de su vida.

Entonces fue a tomar un cuchillo y allí vio su mano, que no era una mano, sino una garra larga y filosa, cubierta de sangre vieja.
Vio su cuerpo cubierto de un pelaje oscuro que no le permitía ver su piel.
Vio sus pies, que no eran tales, sino dos pezuñas llenas de tierra.
Sin dar crédito a lo que veía, se acercó a un lago, agachó la vista y terminó de verse, vio sus largos colmillos, sos ojos más rojos que los de cualquier otra bestia y sus cuernos, un poco más cortos que los demás, pero igualmente horribles.
Detras de su rostro, asomaban sus alas, que no le sirvieron para levantarse ni un metro por sobre el suelo.

No lo pensó dos veces, siguió fiel a su decisión anterior.
No le quedó otro remedio que suicidarse.

¿Qué harían ustedes?

En algún momento de su vida, comenzando su adolescencia, notó que aparentemente la razón por la cual todos vivían felices eran unos extraños anillos que llevaban puestos todo el tiempo.
Estos anillos tenían diferentes formas y colores y a las personas les gustaba utilizarlos en diferentes dedos o a veces en los dedos de los pies. También algunos afortunados lograban cambiarles de color con lo cual su felicidad parecía aumentar hasta límites insospechados.
Inmediatamente después, se dio cuenta de que él no llevaba uno de esos anillos, por lo cual se propuso firmemente conseguir uno. Lo que más quería en este mundo era un anillo como esos, nada más. Con este fin comenzó a consultar a todas las personas sobre el origen de los anillos que llevaban pero nadie parecía poder darle una respuesta.
Peor aún, las personas parecían ignorar que sus anillos eran el motivo de esa felicidad que a él tanta falta le hacía, hecho que contribuyó a aumentar su frustración.
Por supuesto que su primera sospecha fue que todos le negaban el conocimiento de la fuente que les proveía de sus anillos y que en realidad le ocultaban que estos eran la razón de su felicidad.
Esta idea lo llevó al estúpido intento de fabricar su propio anillo. Tomó el mango de una cuchara, lo cortó y lo dobló hasta formar un anillo al que, luego de soldarlo, le incrustó la piedra más rara que encontró entre unos viejos cajones llenos de chucherías que guardaba en su casa.
Salió de su casa orgulloso, vistiendo su falso anillo. Se dirigió en una noche fresca a uno de esos lugares donde iba siempre la gente con anillos.
Cuando entró, su sorpresa no podría haber sido mayor. Una cantidad incontable de gente se movía al mismo ritmo guiados por un mismo ruido extraño y lo más notable eran que todos sus anillos brillaban como nunca y los hacía unirse, a muchos en parejas, otros en pequeños grupos y de vez en cuando grupos más grandes.
Creo que no hace falta aclarar que dentro de ese lugar había un solo anillo que no brillaba: el suyo. También se sentía totalmente incapaz de acoplarse a esos grupos y a ese ruido y no pasó mucho tiempo hasta que un par de tipos con unos anillos enormes le pidieron que se fuera de ahí.
Luego de este episodio, llegó a la dura conclusión de que él no pertenecía a ese mundo de gente con anillos y decidió abandonarlo para siempre. Durmió lo poco que pudo, armó un bolso lo más liviano posible y emprendió, completamente solo, su camino sin rumbo.
Atravesó campos, valles, montañas, desiertos y ciudades extrañas. Como era de suponerse, todos estos lugares estaban habitados por personas con anillos, lo cual agrandó su desconcierto. No sabía hacia dónde ir.
Finalmente, luego de varios días más, llegó a un lugar de lo más raro. Al verlo de lejos, la entrada del lugar le recordó la de un cementerio. Al acercarse, vio dentro de ella una gigantesca casa de una única planta, pintada de un color gris claro.
Como estaba agotado, optó por entrar a ver si había alguien que pudiera darle asilo por ese día. Dio algunos pasos por la entrada hasta que un llamado lo sobresaltó.
Un sombrío hombre salió de la casa y lo tomó por sorpresa, pero al darse cuenta ambos de que el otro era inofensivo, se saludaron amablemente.
Una de las primeras cosas que hizo el muchacho, que seguía obsesionado, fue mirar las manos del viejo y se sorprendió al ver que no llevaba ningún anillo. Luego de un momento, empezaron a salir otras personas: viejos, jóvenes, mujeres, niños… y ninguno llevaba anillo.
Ellos se dieron cuenta inmediatamente de por qué el extraño se sorprendía de esa manera. Incluso parecía que ya lo conocieran. Parecía que él no era un extraño.
Cuando volvió en sí, las preguntas saltaron de su boca como la cascada más alta: ¿por qué no tienen anillos? ¿Qué tienen de especial esos anillos para hacer tan feliz a la gente? ¿Ustedes son felices?
La respuesta lo dejó boquiabierto: -No los tenemos porque no los necesitamos, no tienen nada especial, le respondió el viejo. Le dijo que era una falsa ilusión que las personas se hacían. Que al no creerse capaces de hacerse felices entre sí, necesitan delegar ese poder en algo material, por ejemplo un anillo. Así podían vivir felices y sin preocupaciones.
Por último agregó: -Por eso las personas sin anillos como vos y como nosotros, encontramos insoportable a ese mundo. Por eso existe este pequeño lugar para nosotros, que por supuesto estás invitado a habitar. Aunque también tienes una segunda opción…
Entonces, una de las mujeres se acercó con una pequeña caja, la abrió y ahí estaba el anillo más hermoso que el muchacho hubiera visto jamás.
Le propusieron elegir entre lo que él había buscado por tanto tiempo o esta nueva oportunidad de una vida totalmente nueva y desconocida.
El joven pasó la noche en ese lugar, pero sin dormir. La pasó pensando en qué haría de su destino. Se levantó con el canto del gallo, fue a buscar al viejo y le dijo: -No necesito pensarlo más, he tomado mi decisión.